AMORES NÁUFRAGOS

Los vientos huracanados de aquella noche de tormenta hacían que la añeja embarcación se tambaleara de lado a lado en una danza peligrosa, insinuándosele a la parca. Las aguas tumultuosas esperaban que la fuerza de la naturaleza hiciera su trabajo y le entregara otro esqueleto de madera, uno más. Solo Njord y los habitantes de su Reino sabrían del trágico final y se encargarían de labrar su lápida ignorada que debía yacer en el camposanto marino.

El crujido del palo mayor detuvo los esfuerzos vanos de toda la tripulación que agonizaba desesperada por enderezar al navío de bandera noruega. Sus esfuerzos inútiles se vieron vencidos por aquel estruendo que los obligó a saltar a todos por la borda, en una apuesta al destino en la que el Ángel Negro no tardó demasiado en acompañarlos, helados, a aquel cementerio de las profundidades.

Todos se arrojaron en medio de la oscuridad infinita. Todos menos aquel hombre alto que entremezclaba barbas blancas y rojizas, que luchaba con un timón rebelde y se agotaba en un intento de torcerle el rumbo a quien lo había obedecido en todas sus travesías, excepto esa noche. Como dictaminaban las invisibles leyes de los mares, el capitán había decidido irse a pique con su navío para salvaguardar el honor de un nombre que la historia no recordaría.

En esos últimos instantes, sabiéndose preso del azar inevitable, decidió dejar un último mensaje escrito de puño y letra en el reverso de un mapa que había alcanzado a salvarse de las aguas que habían inundado gran parte del bergantín. Quería saldar de alguna forma esa deuda pendiente que tenía con la vida y como una suerte de cariñosa despedida al amor verdadero que nunca había sentido, quiso decirle adiós a aquella mujer anónima que jamás había conocido:

“El irrebatible designio de los mares quiso que hoy descanse para siempre, aunque hubiera deseado buscarte a ti por el resto de mis días hasta poder hallarte. Te elegí porque cuando mi luz se apagó, te sentaste a mi lado en las sombras. Donde quiera que estés, tú, eres la depositaria del amor que nunca pude dar”.

Antes de que la marea lo cubriese por completo, introdujo la carta en una botella de ron que se había vaciado en la cena de la noche anterior y la arrojó a las aguas escandalosas, que la tragaron con un rugido de olas y viento, súbitamente. La última imagen que el marinero se llevó a su tumba, que lo esperaba, serena, para reposar eternamente en el fondo del Mar de Barents.

Ningún habitante de las tierras nórdicas cercanas al lugar del naufragio, un racimo de poblados costeros, conoció su final desdichado. Tampoco hubieron rescates que pretendieran dar con el barco. En aquellas épocas, las sentencias de los piélagos eran inapelables. Pasaron los años. Muchos. Y nunca se supo nada del funesto desenlace del capitán y de su nave.

Una tarde soleada de mediados del siglo pasado, una joven de aspecto adolescente, leía su novela de Jane Austen bajo la umbría de su sombrilla multicolor, cómoda, en una playa solitaria. Con una mano sostenía el libro y con la otra rizaba sus cabellos dorados como el sol, que intentaba abrazarla.

De repente, sus ojos cristalinos que plagiaban al océano que se espejaba en sus anteojos, divisaron un destello de color verde que parecía encenderse y apagarse cada vez que la marea subía y bajaba. Se puso de pie, caminó hasta el canto de las aguas y descubrió que aquella luz era la del reflejo de una botella, que se esmeraba por afirmarse en esa orilla de arenas blandas. La levantó, la enjuagó y pudo notar que en su interior había algo que guardaba.

Con todas sus fuerzas, le quitó el corcho que apretaba el cuello, amarrado con unos alambres que hacían aún más dificultosa la tarea. Y allí dentro estaba el mapa, intacto, sin siquiera una mella del paso del tiempo. La joven estupefacta, volvió a sentarse bajo la sombra de su pequeño campamento buscando con ansiedad, alguna marca que señalara una isla perdida donde quizás podría hallarse un tesoro, como en aquellas historias que le había contado Stevenson cuando era pequeña.

Sin embargo, el mensaje que no reconocía a su autor y que leyó cuando se disponía a doblarlo para guardarlo en su bolso, la conmovió. Su corta edad y sus ganas de enamorarse, idílicas, le habían hecho creer que la misiva era exclusiva y que el desconocido hombre de su vida podría seguir vivo y de esa forma, podría haberla encontrado. Se convenció que debía descubrir dónde se hallaba y quién se escondía detrás de esa declaración misteriosa.

Día tras día, se cautivaba más con la idea de poder encontrarlo. Acumulaba recortes de periódicos antiguos que relataban los hundimientos de los barcos de la zona. Hablaba con los pescadores que amarraban cansados sus balsas después de las largas jornadas de trabajo. Durante meses no quedó biblioteca, puerto u oficina de gobierno del pueblo en donde no se inmiscuyera para investigar qué pudo haber sucedido con el pretendiente de sus sueños. Antes de dormirse releía una y otra vez cada palabra, procurando descubrir alguna señal silenciosa que le permitiera localizarlo. Lo imaginaba de mil formas, en el amanecer y en el ocaso, pero toda su búsqueda afanosa resultaba estéril.

Una noche lluviosa de domingo tomó su bicicleta y pedaleó hasta el viejo faro, que parecía descolgarse de los acantilados. El viento gélido que soplaba petrificaba sus mejillas y las gotas heladas entumecían sus manos. Subió el espiral de las escaleras de piedra y con la luz tenue que le ofrecía el reflejo de los mares iluminados por la lámpara de la torre, sacó de su bolso el cuaderno en el que solía expresar esos pensamientos que no se atrevía a confesarle a nadie y oteando el horizonte sombrío, escribió en una hoja. La introdujo en la botella, que selló con el mismo corcho que encerraba el mapa que había encontrado aquella tarde. La soltó con suavidad al mar y esperó que las tinieblas de aquella noche de tormenta la hicieran desaparecer.

Hace no mucho, en estos tiempos, se dice que un joven que trataba de hacer foco con su teléfono celular, procurando retratar la bella postal del viejo faro, encontró la botella que flotaba, paciente, en las aguas y leyó el mensaje grabado con tinta honesta que había en ese papel: “Te he soñado cada día y cada noche de mi vida, te he buscado hasta el cansancio, y sé que algún día te hallaré. Tú también eres el depositario de todo mi amor.”

Se dice también que aquel joven, ese mismo día, guardó la carta y creyó que debía encontrar a la mujer que se ocultaba detrás de esas palabras.

2 comentarios:

  1. Excelente! Un mensaje de amor que trasciende mares y soñadores. Muy bello relato, ilustre Boronali. Saludos

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  2. Gracias por darse una vuelta, estimadísimo Shane Boru. Un saludo afectuoso!

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