ARGENTINA: DESTINO DE CONTRADICCIÓN

Hacer un esfuerzo por entendernos casi que me obsesiona, desde que tengo uso de razón.

El conocimiento de su historia fraticida; el pensamiento de sus referentes; la psicología de las gentes de sus inmigraciones y las vivencias propias de nuestra cotidianeidad, entre tantas otras cosas, me han servido para tratar de descubrir a la Argentina, y sobre todo al Ser de quienes hemos nacido en esta tierra.

Y a modo de adelanto, como cualquiera podría imaginarse, a la conclusión a la que siempre he arribado es a aquel “misterio” final del que habla el filósofo español Julián Marías en la descripción que hace sobre nosotros, con susceptible crueldad y belleza conjugadas, que en definitiva estampa sobre unos pocos párrafos, el calco más fidedigno a la realidad que a mi humilde entender se ha escrito a nuestro respecto.
Este reiterado interrogante y su consecuente resultado no revela nada, lo sé.
Forma parte del pensamiento de tantos otros que tiempo antes lo han planteado, y han obtenido casi como un silogismo, la misma respuesta: la contradicción.
Y resulta inevitable que las ideas que van surgiendo en esta reflexión no se impregnen de un cierto pesimismo, y paradójicamente, de placentera melancolía.

He ahí una primera raíz distintiva. 
Vemos al presente como una realidad inmutable mas sin un futuro distinto, que pudiese ser superador. E inmediatamente, casi por obligación, pensamos que todo lo que estuvo antes fue mejor.
Y todo esto, con una irrevocable tendencia a que siempre va a ser así.
Y en esa sentencia saboreamos, con un gusto agridulce, el hecho de sabernos así.
Nos gusta ser Cambalache cuando nos presentamos ante los de fuera, sobre todo cuando estamos fuera. 
Nos realza, y quizás hasta el punto de hacernos sentir más nacionales el hecho de distinguirnos de otros, frente a un europeo por ejemplo, cuando repetimos que nuestras crisis económicas son circulares, que suceden casi inevitablemente cada 10 años, y que “bueno, somos así, no queda otra”, “o somos los que nos merecemos” como si fuesen fórmulas aritméticas que no permiten otros resultados posibles.

Y es allí, cuando aflora otro de nuestros rasgos identitarios, que nuevamente nos viene a contradecir.
El amor propio y la vanidad.

Nos encanta volvernos sobre nosotros con una mirada peyorativa, casi vencida. Y eso nos enorgullece, porque creemos, como si fuese una Verdad Revelada, que hay cosas que son solo nuestras y de nadie más.
Como si las hubiésemos registrados ante el mundo. Ese universo que nosotros vemos y que no queremos dejar de ver. Que no aceptaríamos que fuese diferente.
En ese reconocimiento de un destino cíclico, sentimos el placebo de la autovaloración, pero al mismo tiempo ese designio nos duele en las entrañas, en nuestro fuero más íntimo. 
Y nadie se va a enterar de ello. 
No se lo vamos a decir, y mucho menos a reconocer, cuando ellos pueden llegar a concluirlo. Tal vez, pensamos que intentar explicárselo sería un esfuerzo inútil, que ni siquiera lo entenderían, porque justamente, “no son nosotros”.
Nos gusta vernos siempre en el espejo, pero en el fondo no nos gusta tanto lo que refleja.
Porque en esa contradicción, deleitable y tortuosa a la vez, surge con fuerza la identidad y el sentido de pertenencia.

Y cuando eso sucede, aparecen otros elementos, más alentadores.
El talento y la creatividad.

Esas cualidades, que en nuestro montaje foráneo, fruto de ese crisol sincrético de razas y de orígenes diversos, las explotamos en la singularidad, resultan ser en lo colectivo la causa muchas veces de nuestra propia ruina.

El citado autor, no puede ilustrarlo mejor: “Cada uno es un genio y los genios no se llevan bien entre ellos; por eso es fácil reunirlos, pero unirlos... imposible”
Cuando estamos solos frente a la adversidad, a la incertidumbre y al aparente problema sin solución, siempre le encontramos la vuelta.
O por lo menos, eso creemos.

No sería justo, entre tantos otros, olvidarnos de los Borges, de los Cortázar. De los José Hernández.

De los Leloir.

De los Piazzola y de los Gardel.

Y mucho menos, de los Franciscos y de los Maradonas.

Ellos fueron uno. Pero en todos nosotros, hay un poco de su impronta.

Somos un poco ellos; por su improvisado ingenio, su capacidad sobrada de estar por encima de sus posibilidades, y por la virtud de reinventarse, de algún modo, de resucitar pasionalmente a la muerte de la vida diaria.
Y en ese círculo contradictorio, vicioso y virtuoso, más pagano que piadoso, nos obnubila suponer que podemos con todo y con todos.
Esa imagen que devolvía el espejo, ahora la entronizamos en un altar en donde los peregrinos que le rezamos, somos los mismos a los que endiosamos.
Dioses humanos. Tan sobrenatulares como finitos. Superlativos y frágiles. Icónicos pero desfigurados.

Y otra vez volvemos a lo primero.

Porque tampoco sería justo soslayar que somos también nuestras guerras civiles, nuestro veletismo político, nuestros inconducentes debates misceláneos, y nuestro eterno Boca-River existencial. 
Y cuando eso pasa, sucede porque antes tuvimos que reunirnos, que juntarnos para poner al servicio de esos propios dioses mortales y terrenales, nuestros atributos, exclusivos de los dioses de barro.
Allí, en el conjunto, en la suma de invidualidades, nos dejamos ganar por la apática idea de no querer construirnos para el otro.
Nos vence la ventaja personal y el provecho propio. 

Pero cuidado. No hay culpas ni reproches en esto, es un mecanismo de supervivencia que se activa casi automáticamente cuando nos congregamos con la idea de hacer algo por y para el de al lado.
Y curiosamente, esa misma solución antropocéntrica de subsistencia, es la fuerza interior que nos empuja, por mencionar a algunos, a ser los Messis o los Favoloro en el resto del universo, tan únicos, y quizás irrepetibles.

Todo eso somos.
Y lo más contradictorio de todo esto es que no podemos escaparle a nuestro destino tan egotista e inequívoco, porque así somos, y así moriremos.

Si es que morimos.

Porque los dioses son creadores.

Son perfectos.

Son eternos.

El ser humano, escribiendo sobre nosotros; 

“El argentino vive atento, no a lo que efectivamente constituye su vida, no a lo que de hecho es su persona, sino a una figura ideal que de sí mismo posee. Esta imagen no se la ha formado en tal o cual fecha durante su existencia, sino que, al encontrarse viviendo, se encuentra ya con una espléndida idea de sí mismo. No es una idea precisa, compuesta de tales o cuales atributos determinados; no es que se crea un sabio, un Apolo, un gran político, etc. Esto fuera simple vanidad. El no sabe bien lo que cree ser, no puede precisar las facciones de su propia fisonomía ideal, pero siente que estima mucho a ese impreciso personaje que resulta ser él…el argentino típico no tiene más vocación que la de ser ya el que imagina ser. Vive, pues, entregado, pero no a una realidad, sino a una imagen…La tragedia de Narciso es que, ocupado exclusivamente en contemplarse, le ahoga su propia imagen, es decir, que no vive…los casos más cómicos de vanidad que he conocido, los he encontrado en la Argentina.” 
(“El hombre a la defensiva” de José Ortega y Gasset)

6 comentarios:

  1. No dejes de escribir !

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  2. Gracias por la lectura querido Shane Boru!

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  3. Estimado colega, me gustó mucho tu análisis.
    Un tema recurrente en vos la argentinidad y aquí lo he visto retratado con un pincel magistral.
    Destaco la imagen que nos dejás de lo vanos que son nuestros ídolos de barro y la esperanza que nos das cuando nos decís que los círculos viciosos no son irreversibles.

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  4. Gracias por la lectura, estimado José. Por acá ansiosos y ávidos de leer su segunda novela.

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