EL PRECIO DE LA PERFIDIA

El shapka y los anteojos hondos ocultaban el rostro de aquel misterioso hombre. Con algún signo de nerviosismo exhibió a través de la ventanilla del Moskvich 408 negro, su pasaporte soviético que lo identificaba como Valeryj Karpin. El soldado que había salido de la garita lo miró con desconfianza y le preguntó hacia dónde se dirigía. La mención de una reunión en el edificio de la SMAD, la Administración Militar Soviética en Alemania y los restantes documentos diplomáticos certificados por el Kremlin autorizaron su entrada a través del West Point Charlie.

El camino hasta el Ayuntamiento Rojo mostraba a una ciudad fría y triste. La nieve acumulada en las veredas empalidecía aún más las edificaciones que habían tenido la suerte de ser reconstruidas. El Muro de la Vergüenza que la circundaba, le ponía distancia infranqueable a un mundo capitalista abismalmente distinto.

El cónclave al que debía asistir era de máxima y estricta confidencialidad. Karpin contaba con información de interés vital para la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas que debía ser revelada únicamente en presencia del mismísimo Secretario del Partido Comunista, Vasily Kovalev y del Director del Programa Nuclear, Oleg Salenko.
El informante fue invitado a sentarse en un amplio sillón rojo, uno de los tantos que integraban el mobiliario del antedespacho de Kovalev, mientras esperaba su arribo. El rostro intimidante de Stalin inmortalizado en el cuadro que tenía delante suyo le quitó la poca calma que había recuperado al llegar al lugar y le recordó la peligrosidad de su acometido. Ni siquiera el trago largo de vodka Stolichnaya, el mejor que podía servirse, que le ofreció un asistente y que bebió de un único sorbo, ayudó para relajar su ansiedad evidente.

Los dos políticos se presentaron con un saludo austero y lo invitaron a pasar a la oficina que estaba detrás de la puerta, que se cerró con un golpe estruendoso. Había llegado el momento de la verdad y Salenko, el único que no sabía quién se escondía realmente detrás de ese hombre, se dispuso a escucharlo.

Karpin era en realidad Frank Morris, un físico-químico norteamericano nacido en la ciudad de Montgomery, en el Estado de Alabama. Hijo de un estanciero republicano de ascendencia británica y de una ama de casa que había escapado de la Revolución Leninista del 17’, además del inglés, hablaba con fluidez el idioma de su madre desde que era pequeño. En su vida adulta había participado activamente en el armado de las bombas atómicas que su país había lanzado en Hiroshima y Nagasaki ocupándose de calcular las cantidades exactas de uranio y plutonio que debían cargar para que estas puedan detonar en forma efectiva, y a su vez, causar la mayor cantidad de muertes. Había trabajado durante años en los laboratorios secretos del desierto de Nuevo México que el gobierno de los EE.UU. se ocupó de mantener en el más estricto silencio. Después de la guerra, el ferviente anticomunismo y las comodidades que le ofrecía la C.I.A. lo empujaron a continuar con su labor científica, esta vez con un nuevo enemigo, la Unión Soviética.

Sin embargo, a finales de la década del 50’ comenzó a sentir una extraña culpa que nunca antes lo había invadido. Las preguntas inevitables de sus hijos adolescentes y las filmaciones que habían salido a la luz que mostraban los estragos de aquellos dos feroces ataques contra la población civil japonesa, lo habían acercado a la reflexión y condenado al remordimiento. Un último proyecto en el que había sido designado como responsable lo terminó de convencer en ese invierno del 61’, de tomar una decisión que cambiaría su vida para siempre.

Estados Unidos preparaba una nueva bomba mucho más poderosa que las anteriores, con el objetivo de ser lanzada sobre el Kremlin ni bien estuviera lista. Estaba ideada para generar una reacción nuclear en cadena que borraría del mapa no solo a Moscú, sino también a todas las ciudades y poblados de su alrededor. Sus efectos serían devastadores y tal vez acabaría con la Guerra Fría mediante la desaparición de la capital de la U.R.S.S., provocando la muerte de millones de personas.

Karpin no había podido conciliar el sueño tras haber aceptado el nombramiento. Creía que los años venideros lo recordarían para siempre como uno de esos villanos universales cuyo genio solo había aportado muerte a la humanidad. Y estaba decidido a cambiar el curso de su propia historia. Atormentado, una madrugada, condujo hasta los laboratorios donde trabajaba y envió un mensaje cifrado a través de la máquina Typex que la C.I.A. guardaba en esas oficinas. La misiva encubierta tenía como destino al Servicio Secreto Ruso, quien unos días después le daría instrucciones a un espía de la K.G.B. en suelo estadounidense para que tome contacto con él y corrobore la veracidad de la noticia clandestina. El gobierno soviético tomó por cierta aquella confesión del científico al espía ruso, quien le entregó el pasaporte falso y le facilitó su llegada a la Unión Soviética.

Una vez finalizado el relato en ese hermético ambiente de cuatro paredes, Salenko, estupefacto, dirigió la mirada a Kovalev como buscando la certificación de todo lo que acababa de escuchar. El Secretario General se acomodó el bigote y con suma tranquilidad, correspondió el gesto con un movimiento de cabeza, asintiendo la declaración. No hacían falta palabras para autenticar lo que estaba ocurriendo.

Los próximos pasos a seguir en la reunión trataban acerca del sabotaje del plan norteamericano. Los rusos le propusieron a Karpin regresar inmediatamente a los Estados Unidos y continuar trabajando en el proyecto para no levantar sospechas. Debería informar semanalmente acerca de los avances.

Un tanto absorto, como si estuviese aturdido, interrumpía las diferentes propuestas que le ofrecían Kovalev y Salenko acerca de cómo transmitir las averiguaciones, para insistir con que debían asegurarle que el manejo de esa preciada información reservada debía utilizarse con el único fin de desarticular el armado de la bomba, y frenar la escalada de violencia silenciosa de la carrera armamentista. Los rusos le dijeron que la única forma que tenían para cumplir con ello era tener acceso directo a los planos y sobre todo, a la documentación que detallaba los procesos de su fabricación. Karpin les había dicho también que para su correcta detonación, la bomba necesitaba de nuevos elementos químicos, nunca antes utilizados. Los norteamericanos, sin reservas, intentaban exportarlos de donde pudiesen. Y es allí donde los soviéticos, en una maniobra distractoria, procurarían de cualquier manera bloquear el intercambio entre sus enemigos y el país que quisiera vendérselos. Ese fue el argumento que Kovalev le refirió y que terminó de convencer al químico. O en realidad, que este último utilizó para obligarse a creer en que todo lo que estaba haciendo valía la pena.

El científico, desesperado por evitar una tragedia y obnubilado por querer lavar sus culpas del pasado, decidía confiar en la promesa de paz que los rusos le aseveraban entre aquellos dos gigantes que se dividían el mundo, a través de la anulación de la nueva arma de destrucción masiva. Pero claro, los soviéticos en verdad solo querían plagiar los planos y de esa forma desarrollar un diseño similar con el mismo alcance mortífero. Algo que Karpin nunca descartó de sus sospechas, aunque ya no había vuelta atrás. Tenía que creer.

Las dos autoridades lo despidieron, y le garantizaron también su protección y la de su familia, donde fuere que en un futuro se encontrasen. Al mismo tiempo, lo intimaron a creer y a juramentar que esa reunión nunca había existido. Karpin les exigió lo mismo.

Ni siquiera los lujos del hotel Moskvá en el que el informante pasó la única noche en Berlín, le permitieron disfrutar de su estadía fugaz en la ciudad a la que solo había visto antes por fotografías. Era consciente de la importancia de las novedades que había dejado al descubierto para los rusos y de las consecuencias que podrían llegar a traerle si equivocaba sus próximos movimientos. Quienes habían escuchado su confesión, lo custodiaban y al mismo tiempo lo investigaban para cerciorarse de que no sea un doble agente. Y sus compatriotas, si se enterasen, le harían pagar muy caro el costo de la perfidia. Karpin, volvía a su país en un vuelo de Aeroflot, sabiendo que Frank Morris caminaría a partir de entonces, día a día, por el filo de la cornisa y debía hacer equilibrio para conservar su vida.

Regresó a su hogar y obsequió a sus hijos y a su esposa los regalos que con cuidado le había entregado el espía que lo había contactado y acompañado en el viaje de retorno, para evitarles el escepticismo de esa suspicaz escapada por “motivos de trabajo” a territorio soviético.

Retornó también a sus tareas habituales en los laboratorios de Nuevo México y tal como habían planificado en aquella reunión en la Berlín oriental, todos los viernes a la madrugada, informaba a través de la enigmática máquina al Servicio Secreto Ruso acerca de los pormenores de la futura y revolucionaria arma nuclear, jamás antes vista. Nadie sospechaba de él. Mucho menos, la guardia noctámbula que custodiaba las oficinas donde trabajaba, que aprobaba su ingreso cada viernes en un horario inusual. En el ambiente científico era considerado una especie de “héroe de guerra” por sus aportes a la Campaña del Pacífico que había puesto punto final a la Segunda Guerra Mundial, y todo parecía de a poco acomodarse en su nueva doble vida.

Sin embargo, los agentes especiales de la C.I.A. habían puesto su atención en aquel personaje que había acompañado a Morris. El legajo que obraba en sus archivos lo sindicaba como William Tucker, ciudadano norteamericano, físico de profesión y docente universitario. Las investigaciones habían podido comprobar que colaboraba desde hacía pocos meses en la cátedra de química que Morris dictaba en la Universidad de Albuquerque y que hablaba con un perfecto acento sureño. En realidad, a la vista de todos e inclusive a las luces de las pesquisas de la propia inteligencia norteamericana, nada hacía sospechar que podía llegar a ser un espía ruso.

Pero una mañana todo cambió. Tucker fue abordado a la salida de su casa por tres hombres armados, cada uno de ellos con una Colt M calibre 45 mientras se disponía a tomar el transporte público que lo llevaría a la universidad, como todos los días. Vestidos con sobretodos negros, sus sombreros de pana y el cuello levantado de sus abrigos escondían los rostros desafiantes. Bastó que el líder de ese pequeño grupo de agentes le exhibiera su revólver y otro se acercara por su espalda para que entendiera el tácito mensaje. Subió al automóvil y luego de ser encapuchado, lo condujeron hasta un sótano lúgubre. Atado de pies y manos a una silla metálica, el único objeto que había en esa sala del terror, el sospechado profesor era torturado con golpes de puño y pases eléctricos por los mismos hombres que lo habían secuestrado.

Juraba desconsolado entre sollozos, ser inocente cada vez escuchaba todas las imputaciones que le enrostraban y afirmaba una y otra vez, llamarse William Tucker. El hombre vejado no cedía ante los tormentos, y hasta parecía convencer a los agentes acerca de su versión totalmente ajena a los hechos.

La aparición de una niña rubia con pecas, de unos diez años, tomada de la mano de uno de los agentes, que lo llamó “papá” y que comenzó a llorar cuando lo vio, consiguió todo lo que el suplicio que aquel hombre estaba soportando no había podido lograr hasta el momento.

Alexander Mostovoi había resistido cada una de las etapas del sufrimiento tal como le habían enseñado en la Escuela de Formación de la K.G.B. y estaba preparado hasta el punto de ofrendar su propia vida por la Patria Rusa, con tal de no revelar su verdadera condición. Pero el amor que sentía hacia su única hija fue más fuerte que todo ello y finalmente, confesó ser espía soviético hacía quince años. Inquietos, los agentes de la C.I.A. tomaban nota de cada confidencia: su identidad real, sus funciones en el Servicio Secreto, y sus contactos en tierra estadounidense.

Casi al final del violento interrogatorio lo consultaron acerca de Morris. Y Mostovoi, entre lágrimas, les contó todo lo que sabía acerca de él y de su traición. Ni siquiera el estupor que le había causado a Morris haberse enterado hacía poco tiempo que su colega universitario era en verdad un espía, había alcanzado para herir su amistad recíproca.

Inmediatamente los tres hombres se subieron otra vez al Fiat 1500 y partieron en medio de la noche estrellada a la casa de Frank Morris. El científico que estaban queriendo cazar como una presa huidiza no estaba. La esposa les informó a los agentes que se habían presentado en la puerta de la vivienda preguntando por él, que tal como lo hacía habitualmente cada viernes después de cenar, su marido había ido a la oficina a las reuniones semanales que mantenía, según ella, con el personal del laboratorio.

A través de la ventana de su oficina el científico pudo ver a la distancia como el guardia levantaba su brazo y con su dedo índice señalaba exactamente el lugar en el que estaba, indicándole luego al conductor del automóvil que debía estacionar para poder acceder a través de las escaleras.

Un escalofrío recorrió la espalda de aquel hombre que estaba sentado frente a la máquina encendida, con los planos de la bomba desplegados en el escritorio. Escuchó los pasos agitados de varios hombres que se hacían oír cada vez más cerca. Morris en cuestión de segundos dio cuenta que no había escapatoria, y que su traición había sido descubierta. Tardó unos instantes en reaccionar, aunque el tiempo alcanzó para arrojar al fuego de la caldera que abrigaba el gabinete inhóspito, la documentación y los planos del bosquejo de la bomba nuclear, que se consumían con la misma velocidad con la que los agentes ascendían escalón tras escalón.

Cuando irrumpieron en la oficina encontraron al científico sentado en su escritorio de madera, pulsando las teclas pesadas del aparato. Los agentes lo rodearon mientras Morris continuaba escribiendo cada vez más apurado, sin devolverles la mirada. Finalmente, la pregunta sentenció su desenlace. Uno de los agentes, el mismo que había mostrado a Mostovoi su pequeña hija, le dijo en voz alta: - ¿Tú eres Valerij Karpin-

Frank Morris, inspiró, le sostuvo la mirada por primera vez y entregado, le respondió que sí.

Los agentes con revólveres y esposas en sus manos se abalanzaron contra él. Uno de ellos había advertido que en su respuesta casi no había abierto la boca, y lo tomó del cuello para evitar lo que resultó inevitable. Frank Morris había tragado una pastilla de cianuro y en cuestión de segundos, pese a los esfuerzos de esos hombres por hacer que expulse el veneno, exhaló y murió.

Los hombres desahuciados dejaron caer el cuerpo inerte sobre la silla y comenzaron a revisar todo lo que allí había, buscando cualquier información que pudiera resultar valiosa para la C.I.A.. Todo aquello que realmente lo era, ardía en el fuego de la caldera.

Lo único que pudieron llevarse en esa noche cerrada de viernes fue la impresión que arrojó la traducción automática de la máquina Typex, que colocaba letras a cada caracter cifrado que era ingresado. El último secreto que quizás Morris había confesado, escrito segundos antes de ser sorprendido por aquellos cazadores misteriosos.

La leyenda decía más o menos así: “Todo lo que hice está hecho para que haya paz. Me voy de este mundo con la esperanza de que mi Patria y mi familia me puedan perdonar, de la misma forma que yo te disculpo para siempre, mi entrañable amigo William”.

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