FICCIONES DE LA ORDEN DEL TORNILLO

Aquella mañana nublada del 23 de agosto del 43’ la Vuelta de Rocha recibía a los asistentes de la bohemia celebración con una calma inusual. Era domingo y los estibadores y carboneros del Puerto de los Tachos descansaban los laboriosos esfuerzos semanales en sus viviendas de chapa, coloreadas con los sobrantes de las pinturas de los barcos que venían del otro lado del charco y desembarcaban a diario a los expósitos de la guerra. Esos mismos que tras los pasos de augurios idílicos de escaparle a la muerte, llegaban al Granero del Mundo a resucitar sus presentes y soñar con futuros mejores.

Los niños que jugaban a arrojarle piedras al anciano Puente Transbordador, se impresionaban con la aparición de algunos lujosos Lincoln Continental que se estacionaban a los costados de la casa del anfitrión. Para ellos, humildes de sangre italiana, representaba una escena inédita que contaban a sus padres, quienes escépticos y melancólicos, degustaban la pasta della domenica mientras sus mujeres preparaban el aparato radiofónico de madera en el que sus esposos escucharían luego, los goles del uruguayo Varela.

Intelectuales, pintores, literatos, músicos y filántropos de la Reina del Plata y de otros lugares también, arribaban a una nueva reunión de la Orden del Tornillo y se daban cita en la casa del hijo más célebre de la República de la Boca.

La convocatoria tenía una consigna clara: condecorar al afamado escritor español Ortega y Gasset con la imposición de un tornillo de bronce sostenido con un hilo de albañilería, a manera de collar. El curioso ritual, repetido año tras año, homenajeaba a aquellos personajes que habían hecho su aporte a la cultura, y como una suerte de reconocimiento a esa cuota de locura que todo artista debe tener como musa inspiradora, se le entregaba “ese tornillo que le faltaba”, con la promesa de que el bendecido protagonista nunca se lo colocase.

Benito Quinquela Martín le daba la bienvenida a cada uno de sus invitados. El benefactor más importante del barrio conducía uno a uno a los tertuliantes por las escaleras estrechas. Sus pinturas, llenas de empaste y de colores, colgaban de las paredes y espejaban los paisajes que se veían desde la terraza, que congregaba a propios y extraños.

La mesa larga invitaba unos tragos de vermú, servidos en unas copas barrocas que el dueño de casa había comprado en su última exposición en Madrid. Una extraña mujer se esmeraba por esconder las espátulas del atelier, y a su vez, ubicar a cada uno de los asistentes mientras su amigo de la vida, subía y bajaba, ocupado en que ninguno de ellos llegara sin ser complacido con su presencia.
Un viejo tocadiscos situado en un rincón del ambiente más grande de la casa evocaba al Zorzal Criollo al son de “Yira yira”, e impregnaba el ambiente de un espíritu arrabalero. Ese mismo cantor ausente que sería una distinguida figura de aquella velada si la muerte no lo hubiera sorprendido unos años antes.

El último en llegar fue el homenajeado. Lucía un almidonado traje gris, sombrero blanco y un Particular cigarro rubio entre sus dedos. Sabiéndose el centro de atención, saludaba y sonreía a los que salían a su encuentro.

Algunos de los festejantes intercambiaban opiniones acerca de la estética de las pinturas naturistas de Quinquela, quien había desaparecido de la escena por unos momentos mientras preparaba su vestuario. Otros, degustaban las empanadas que ofrecía aquella mujer tan afanosa como misteriosa, dispuestas en una bandeja de plata reluciente.

De repente, el pintor hizo su entrada en la terraza y las charlas ocasionales fueron interrumpidas por un aplauso cálido de todos los que allí estaban. Vestía para la ocasión, engalanado con su uniforme naval, de Almirante. En el ojal de la solapa lucía un tornillo dorado de unos seis centímetros. La distinción máxima de La Orden.

Como un maestro de ceremonias, los invitó a sentarse a ambos lados de la mesa y con la copa levantada, instó a todos los presentes a brindar por el escritor agasajado. Su alocución, que reseñaba la vida y obra de Ortega y Gasset, fue coronada con la entrega de un pergamino y con la frase en voz alta que daba cierre a la pomposa ceremonia: “en este acto, la Orden a la que represento te confiere el tornillo que te falta”.

La tarde se hizo noche, y el concilio continuó hasta altas horas entre tragos largos y discusiones cambalachescas acerca de política, historia, arte, y hasta deportes. Cualquier opinión se convertía en sentencia, y todos aquellos virtuosos personajes parecían no equivocar en sus razones. El pintor, genoroso de actos pero sobre todo de espíritu, obsequiaba uno de sus cuadros a un grupo de invitados que se retiraban acalorados por algún debate no resuelto, y los invitaba a proseguir al día siguiente en la Peña del Tortoni

Quinquela dio cuenta que el espíritu cordial del principio ya no era tal. Los ánimos se habían caldeado en una afrenta dialéctica que ponía de un lado a un grupo de hombres que abogaban por la República y el orden constitucional, y del otro, a uno minoritario que defendía los postulados aristotélicos de obediencia debida a la legitimidad de las normas naturales, y rechazaba los dictados de la legislación positiva de los gobiernos democráticos. Los aristocráticos señores movían ampulosos sus manos cada vez que expresaban sus argumentos y se miraban desafiantes, casi al punto de encontrarse a golpes de puño.

El pintor incómodo buscaba desviar la atención de Ortega y Gasset. Lo apartó y le habló del éxito de su último libro, procurando de ese modo evitarle la vergüenza que ya sentía como propia.
El escritor, con sonrisa relajada, el cigarro encendido, y sin caer en su trampa, le refirió - ¡Hombre, tranquilo, que me lo estoy pasando muy bien! -, al tiempo que le señalaba la botella de champagne que habían descorchado antes de la entrega del tornillo, invitándolo a llenar su copa una vez más.

- Me alegro José.- respondió Quinquela. Y con una mueca, tímida y vanidosa a la vez, agregó - Es que sabés como somos los argentinos, tenemos siempre dos problemas para cada solución. -

El pintor creyó que con esa frase hecha lograría definitivamente cambiar de tema y poner punto final al que creía un momento fastidioso, del que quería evadirse.

En cambio, el escritor parecía decidido a sincerarse, despreocupado de sus Circunstancias, y del peso de sus declaraciones, que podrían tal vez herir la susceptibilidad de su interlocutor, y con la confianza que sentía hacia su amigo, le dijo - Pero claro Benito, es que a todos vosotros siempre os va a faltar un tornillo y jamás vais a querer ponéroslo. Sois un poco genios narcisos, o por lo menos eso creéis, y por ello es fácil reuniros, pero uniros… imposible -.

Los dos rieron, brindaron y siguieron conversando hasta ver las primeras luces de la mañana. Quinquela se olvidó del griterío de sus colegas artistas, y Ortega y Gasset, esa misma noche, le confesó que ya tenía el tema para su próximo ensayo. 
Y luego del abrazo de despedida, sosteniendo el tornillo en alto, le prometió que nunca se lo colocaría.

4 comentarios:

  1. Tremenda descripción de los prolegómenos del siglo XX. Brillante la conclusión del maestro español. Felicidades!

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  2. Un retrato fiel e ingenioso sobre el espíritu porteño, contextualizado con gracia y detalle a mediados del siglo pasado. Además, con un gran remate. ¡Bravo!

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  3. Estimado Shane Boru, sus aportes y ponderaciones siempre son bien recibidas, como de quien vienen! Saludos!

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  4. Estimada? Creo saber quien está detrás de ese Unknown. Gracias por su ajustada devolución. Saludos!

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