SANGRE Y HONOR

La cera de las velas de los pocos candelabros encendidos dejaban su rastro sobre las rústicas tablas de madera donde los aldeanos apoyaban, grotescos, sus jarros de vino, que chocaban estruendosos cada vez que brindaban.
Una alegre guitarra detrás del mostrador le daba compás al sirventés recitado por el juglar, el dueño de la taberna, que se esforzaba por armonizar las estrofas pese a su denotado exceso de alcohol.

Era una noche de celebraciones y de festejos. La Villa estaba de fiesta. Hacía unos días "La Inmaculada" había entrado victoriosa en el Puerto de Palos, y después de remontar el río Guadalquivir, pudo finalmente amarrar en la ciudad de Sevilla y desembarcar a su tripulación.
Trujillo recibía con algarabía a sus expedicionarios, a quienes con ese orgullo pueblerino, consideraba sus embajadores en las Américas. La felicidad era aún mayor ya que habían podido regresar con vida todos los navegantes que habían partido hacía ya tres años y unos meses, algo poco común para aquellas épocas del Imperio Español, al que por su vastedad, el Mundo Conocido decía que en él nunca se ponía el sol.

Una ventisca helada interrumpió el clima de jolgorio de aquella velada. El golpe fuerte de la puerta que se cerró generó un silencio entre casi todos los festejantes.
Hernando de Atienza entró a paso decidido, atravesó el salón y se hizo lugar entre unos cuantos hombres que se encontraban sentados en una mesa larga, apartados del vulgo.

Cuando pudo distinguir a quien buscaba, miró fijamente a ese noble caballero y de pie, le dijo: -Mi buen Señor Don Alfonso Enríquez, desea lavar con sangre su buen nombre y honor. -
Es el mío el que se ha sentido agraviado. Decidles a Vuestro Señor que cuando le parezca conveniente, podrán ajustar sus diferencias, a vida o muerte. - le respondió García de Plasencia con la agudeza suficiente como para que todos los que estaban allí se enterasen.
Será mañana entonces. En la posta del Reposadero, a dos millas extramuros, al que deberán llegar por la vieja vía romana. Al alba, cuando se escuche el canto de los primeros pájaros - replicó Hernando.
Allí estaré con mi Buen Señor, quien portará su sable y su daga de mano izquierda - le dijo García.
El caballero asintió la propuesta con una pequeña genuflexión y se retiró de la cantina con el mismo andar firme con el que había irrumpido hacía unos pocos minutos.

Don Rodrigo Fagúndez era el cartógrafo del Reino. De orígenes humildes, había logrado hacerse un lugar entre la nobleza. Sus ilustrados servicios a la corona habían sido recompensados con su nombramiento de caballero y con el Marquesado de casi todos los territorios de Trujillo, algo poco frecuente por aquellos lares. Entre sus vasallos, estaba su hombre de mayor confianza, García, a quien le había cedido los dominios de la villa de Plasencia y le había prometido en matrimonio a una de sus sobrinas.
Don Alfonso Enríquez era el Ayudante del Virrey en el Virreinato del Perú. De linaje aristocrático, había crecido entre las pompas de los grandes banquetes y los pabellones de caza. Señor de muchas otras Villas extremeñas, se ocupaba de la Hacienda Real, la administración del terruño de Ultramar ganado a los incas y delegaba todos sus asuntos en la persona de Hernando de Atienza.

Algo tenían en común. Compartían ese mismo espíritu aventurero de lanzarse a lo desconocido y la ambición de poder ser Señores en esas prósperas y lejanas tierras, aquellas que las crónicas relataban como fértiles para la siembra, y ricas en oro y plata.
Hijos de Trujillo, los dos se conocían desde niños y habían compartido esa última incursión cuyo éxito había hecho eco a lo largo y a lo ancho de las tierras castellanas.
Su relación siempre había sido estrecha, pero una afrenta en altamar, los había puesto en disputa.

Rodrigo Fagúndez había acusado a Alfonso Enríquez, primero frente al Virrey, y después frente al capitán del galeón que los trajo de regreso, de haber cometido ilícitos en el manejo del dinero de la misión, y como si fuera poco, también del incumplimiento en la paga que debía entregarle por su labor de delineante de los mapas que mostraban las nuevas extensiones, recientemente conquistadas para su Rey. El rumor del vituperio, nunca desmentido por tales autoridades, había llegado a oídos de los Señores de toda Extremadura.

Tiempo antes, Alfonso, en la cubierta de la embarcación, había menospreciado la denuncia y con sobrada altanería, había negado la grave imputación en cara del mismo Rodrigo y del resto de los hombres, y adjudicaba el motivo de su enemistad a la envidia de su distinguida alcurnia.
La deshonra estaba expuesta ante todos los que sabían de ellos y se había vuelto irreconciliable. El duelo que debía dirimirse a capa y espada era inevitable y Hernando de Atienza y García de Plasencia habían sido encomendados como emisarios para acordar los pormenores del reto entre aquellos dos Señores, que solo querían volver a verse frente a frente.

Todavía con el brillo de la luna, el día de la cita, los dos nobles partieron de sus castillos acompañados por sus padrinos y por un séquito de escuderos. Cabalgaban vestidos con sus mejores armaduras, adornadas con los escudos familiares. Sus heraldos portaban los manifiestos escritos que consignaban las razones por las que se creían injuriados y la cesión de sus Señoríos en favor del ganador del pleito. Sus pajes hacían lo mismo con las armas que empuñarían en la contienda y una bandera con los motivos del Reino de Castilla encabezaba cada una de las filas de las delegaciones.

Don Rodrigo llegó primero, y luego de desprenderse de su corcel, se quitó la celada para otear en el horizonte la polvadera que levantaba la comitiva de su contendiente. Por el otro lado de ese camino de tierra y de piedras ancestrales, venía Don Alfonso.

Aún a varios metros de distancia, pero ya congregados en el escenario donde habían fijado la comparecencia, sus laderos ataron las riendas de los caballos de sus Señores en esa vieja posta, la última situada fuera de las murallas de Trujillo, utilizada por los ejércitos del monarca para alimentar a sus huestes en las pasadas campañas portuguesas. El relinche de los percherones auguraba la tensión de lo que estaba por suceder.

Alfonso levantó su celada, se la entregó a uno de sus vasallos y no le retiró la vista de los ojos a su enemigo. Rodrigo replicó el mismo gesto.
Hernando de Atienza, tomó la palabra en nombre de su Señor, que era el retador, desplegó su pergamino y enumeró en voz alta los agravios, redactados y suscriptos de puño y letra por Don Alfonso.
A su vez, García de Plasencia, representante de quien estaba siendo desafiado, hizo lo propio con las ofensas detalladas por su Señor.

Una vez finalizadas las lecturas, los contendientes y sus hombres de confianza se miraron todos entre sí, y se dirigieron unos metros al costado del camino, en un pequeño claro entre los árboles del inmenso bosque. No hizo falta ninguna indicación, ese había sido el lugar elegido en centurias por los duelistas de la villa.

Alfonso se quitó su guante derecho, y lo arrojó a los pies de Rodrigo, quien se inclinó y lo recogió con la mirada fija puesta en su opositor. Era el signo de la aceptación del desafío.
Con prestancia y sin demostraciones de temor, como queriendo evitar la entrega de cualquier ápice de ventaja a su rival, los caballeros se desprendieron pieza por pieza de sus panoplias: el peto, la falda, la greba y el escarpe que cuidadosamente eran entregadas a sus pajes.
Los obligados rituales de la ansiada lucha estaban cumplidos. No había árbitro que pudiese velar por las reglas del combate, solo los testigos de fe que debían cumplir con el protocolo posterior.

Desprovistos de sus armaduras, cada uno solicitó su arma. Alfonso empuñó la brava espada que lo había acompañado toda su vida, esa misma que había puesto fin a la vida de tantos nativos en las revueltas americanas. Rodrigo, desenvainó el sable italiano que había heredado de su padre y que éste había adquirido en una de las campañas sicilianas como soldado de los Tercios del Gran Capitán.

-¡A los ojos de vuestros hombres, hoy mi nombre quedará salvaguardado, Don Rodrigo! - exclamó Alfonso con una mueca violenta, mientras lo señalaba con la punta de su espada.

- ¡Serán los vuestros quienes tendrán que daros cristiano entierro y entregarme todas vuestras posesiones! - respondió Rodrigo, agitando la suya y dando el primer golpe.

El intercambio de estocadas era fragoroso. Los orgullosos caballeros batían sus armas con frenesí.
Sus contingentes, expectantes y observadores, formaban un círculo a su alrededor. Se correspondían con miradas de zozobra, sabiendo que no podían participar de ese duelo personal.

Con algunas heridas menores, Don Alfonso y Don Rodrigo, como parte de una tregua que parecía tácitamente pactada, aunque no lo fuese, se distanciaron por un momento de su agitación y apoyándose cada uno en un árbol, buscaron inhalar un poco del aire fresco de esa mañana soleada, otorgando una mínima pausa al combate.

Jadeando, y sin soltar su sable, Rodrigo gritó: - Vuestros hijos y los hijos de vuestros hijos os recordarán como un estafador! Pelea Alfonso, pelea cobarde! -
Alfonso, seguía exhausto, pero con desdén, sonriéndole con sorna le contestó: - ¡Vuestro rencor os habrá hecho olvidaros que sois hijo de la plebe, pero hoy os lo recordará para siempre el calor de mi espada! -

La ira los había invadido y el desenlace era inminente. Los dos arremetieron con la poca energía que les quedaba, encontrándose en un simultáneo golpe mortal, a la altura del corazón. Sus cuerpos casi inertes se desplomaron a los pies de sus hombres. Los Señores, moribundos, que nunca soltaron la empuñadura de sus armas, buscaban aferrarse a la vida. Miraron al cielo y balbucearon. García y Hernando comprendieron que tal como marcaban las reglas de estos gallardos pleitos no debían asistirlos y dejaron que a los pocos instantes agonicen, y mueran.

El valeroso duelo no había tenido perdedor alguno. El honor de estos dos hidalgos caballeros castellanos había quedado restaurado.

2 comentarios:

  1. ¡Impecable relato! Con vocabulario exquisito y característico, y con una trama y un ritmo que cautivan. Un abrazo

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  2. Gracias por la valoración! Saludos!

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